lunes, 24 de noviembre de 2008

GRACIAS A LA VIDA


Uno de los resultados que más constato en el cambio que he experimentado en los últimos años es mi capacidad para agradecer lo que la vida me regala. Siempre le mostré mi gratitud a las personas; eso es algo que me inculcaron desde la educación, y de lo que me alegro profundamente, porque no he tenido que esforzarme en aprenderlo sola y porque, a través de ello, he recibido mucho más de lo que esperaba. Sin embargo, quizá obviaba todos los demás favores de la vida como, por ejemplo, los que provienen de la naturaleza y que, a su vez, me descubren mi propia capacidad para entusiasmarme.

Este fin de semana hice algo que puede parecer simple, pero que considero extremadamente importante: tomé la decisión de dejar retiradas, para siempre y por completo, las cortinas de mi casa que ocultaban parte de la vegetación que tengo a la vista. Puedo contemplar, así, con absoluta brillantez, las distintas tonalidades de los árboles de hoja caduca y el verde inalterable de los de hoja perenne, y alzar en un zigzag la vista hacia la montaña, que siempre espera paciente mi atención. Trato de corresponder a la belleza que me aportan, sin reparar en el tiempo que les concedo. Mientras lo hago, me devuelven la inspiración que necesito para plasmar sobre el papel lo que me dicta el alma, y, en todo ese proceso, se deleita lo más profundo de mí. El intercambio de energía y la sensación de bienestar es tal que me pregunto cómo habré podido permanecer tantos años sin mostrarles mi gratitud.

Tenemos tanto que agradecer que valorarlo y manifestarlo es, además, una manera muy efectiva de no fijarnos en lo que creemos no tener. Asimismo, mediante la ruptura de ese molde de carencia, dejamos a nuestros descendientes un concepto próspero del mundo en que vivimos: la herencia de vivir agradecido.