martes, 20 de enero de 2009

La música, puente entre generaciones


Hace unos días, mi hijo le puso cuerdas y afinó la guitarra que tantas veces tuve junto a mí en mi adolescencia y juventud. Habíamos formado un grupo llamado “Semillas”; éramos amigos y primos que compartíamos la misma afición. Actuábamos en el salón de actos del pueblo y ensayábamos cada tarde. Tengo unos recuerdos entrañables de esos ensayos sobre las tablas de madera movedizas del escenario, donde también representábamos las famosas obras de los Álvarez Quintero o de Jardiel Poncela (“mutis por el foro”, me encantaba esa frase), con aquel telón de terciopelo granate, que mejor no sacudir mucho...

Me estremecí cuando, después de tantos años de estudia, busca trabajo, trabaja, cásate, cría hijos (hijo, en mi caso), búscate (¡Ay que ver la de cosas que hice perdida!:-)) y, creo... encuéntrate... volví a peinar las cuerdas de mi querida guitarra.

Aprendí de mi hermano; me fijaba en la posición de sus dedos sobre el mástil, y me pegaba a él cuando entonaba Yesterday o Do you remember. Mi hermana era la solista de un coro, y los tres cantábamos, a veces a tres voces, en esas noches cálidas del verano (las menos, en un pueblo de la sierra), mientras los vecinos nos rodeaban, al más puro estilo “Cuéntame” :-). Tuvimos siempre inclinación por el arte escénico, y creo que alguna frustración por no haberlo explotado más nos queda. No era nada extraño que, al son de nuestras canciones, mis padres se marcaran un baile. Mi padre flotaba y mi madre se dejaba llevar por él como nadie. Tras la música, continuaba el show con imitaciones, chistes y... a dormir, que se hace tarde.

Me entusiasmó que mi hijo me comunicara que quería asistir a clases para aprender a tocar el bajo, y que iba a formar un grupo musical, porque creo que la música es la mejor de las meditaciones para los adolescentes. No saben muy bien hacia dónde encaminarse y, a través de las notas, su mente encuentra el sosiego que les restan las oscilaciones hormonales. Pero creo que me conmovió aún más darme cuenta de que, gracias a él, volvía a dejar caer mis dedos en cascada sobre las cuerdas de un instrumento que me esperó, paciente, en un rincón del trastero, durante tantos años...

¿Era mi guitarra la que esperaba o era yo, que me escondía de ella?